A menudo me resulta difícil narrar los detalles de mi camino vocacional. A primera vista, no hay nada fantástico de cómo he respondido a mi llamada. Ha sido una progresión gradual de ser guiado por el Espíritu a un estilo de vida que me ha traído paz, alegría y esperanza. Los eventos de mi camino son bastante fáciles de tener en cuenta y en orden relativo, pero su impacto en su conjunto es demasiado grande como para articularlo completamente.
Desde temprana edad, recuerdo haber sido un niño servicial. Seguramente, mi temperamento contribuyó a que me dispusiera a ayudar a otros, pero mi cuidado inconsciente de este atributo inculcó un profundo deseo de ayudar a otros. Pronto estaba calificando las opciones de carrera basado en el impacto cualitativo y cuantitativo percibido que podrían tener en la vida de los demás. Naturalmente, fui atraído por la profesión médica y me concentré en obtener una licenciatura en ciencias.
Casi simultáneamente mientras estaba en la universidad, comencé a explorar más sobre la fe que heredé de mis padres. Leía libros sobre apologética y espiritualidad mientras viajaba a la escuela y de regreso. Mi aprendizaje sobre la fe me impulsó no solo a vivirla, sino también a compartirla. Me involucré más en mi parroquia, primero como ministro de la Eucaristía y luego como catequista. A medida que mi relación con Dios y mi comunidad se profundizó, también mi aprecio por los Misioneros Claretianos que ejercían el ministerio en mi parroquia. Su testimonio de abogar por los derechos de la comunidad inmigrante marginada en el sur de Chicago y sus historias de acompañar a una comunidad indígena en Guatemala durante la guerra civil me revelaron las muchas maneras en que un Misionero Claretiano puede servir al pueblo de Dios.
Después de años de discernimiento y experiencias maravillosas, encontré mi verdadero ser útil en ser un Misionero Claretiano, un hombre que arde con el amor de Dios por el mundo entero.
Por,
Padre Agustín Carrillo, un Misionero Claretiano.
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